Llegado el momento, bastan unas pocas horas para derribar una democracia. El 10 de julio de 1940, con Francia rendida a la Alemania nazi y dos tercios del país ocupados por la Wehrmacht, el Parlamento francés decidió por abrumadora mayoría –569 votos a favor, por solo 80 en contra y 17 abstenciones– delegar el “poder constituyente” en el entonces jefe del Gobierno, el mariscal Philippe Pétain. Tras un acalorado debate en el Gran Casino de Vichy –la ciudad balnearia adonde se habían trasladado el Ejecutivo y las instituciones tras abandonar París–, la mayoría de los diputados y senadores franceses decidieron hacerse el harakiri.
Al día siguiente, 11 de julio, el mariscal Pétain aprobaba tres decretos por los que se autodesignaba jefe del Estado, abrogaba la ley constitucional de 1875, asumía todo el poder ejecutivo y legislativo, y suspendía indefinidamente las sesiones de la Cámara de Diputados y el Senado. La dictadura estaba servida. En cuatro años, en aplicación de lo que llamó la “revolución nacional” (por la cual el lema oficial de “libertad, igualdad y fraternidad” fue sustituido por el de “trabajo, familia y patria”), Pétain promulgó cerca de 17.000 decretos que acabaron definitivamente con todo rastro de la III República.
(Solo el avance de las tropas aliadas en Francia y la derrota hitleriana impidió que Pétain se eternizara en el poder como su admirado Francisco Franco. Juzgado en 1945, fue condenado a muerte, pena que le fue conmutada por De Gaulle por la de cadena perpetua)
La Justicia se ha erigido en EE.UU. en el último baluarte, pero el Supremo está controlado ‘desde detrás’
Donald Trump no ha firmado por ahora tantos decretos como el mariscal Pétain –hay que darle tiempo, el arranque ha sido prometedor–, pero su talante autoritario se destila en todas y cada una de sus declaraciones y sus órdenes ejecutivas. ¿Podría suceder en Estados Unidos lo que pasó en Francia? ¿Podría llegar algún día Trump a concentrar todo el poder, como sin duda ansía y a veces cree ya tener? ¿Podría el Congreso de Estados Unidos frenar esta deriva, dado el entreguismo servil que están demostrando los representantes y senadores republicanos? ¿Sería capaz la Justicia norteamericana de detener un golpe de Estado a la vista de que el último baluarte, el Tribunal Supremo –controlado por los conservadores, varios de ellos designados por el mismo presidente en su mandato anterior–, lo declaró en 2024 penalmente inmune y no perseguible por el asalto al Capitolio del 2021? Estas preguntas, que hasta hace poco podían parecer extemporáneas, son hoy tan legítimas como inciertas las respuestas. La democracia americana está en grave peligro.
Hay quien no duda en tildar a Donald Trump de “fascista”. Así lo califica la historiadora norteamericana Ruth Ben-Ghiat, profesora de la Universidad de Nueva York y estudiosa del fascismo. O el general John F. Kelly, que trabajó a su lado entre 2017 y 2019 como consejero de Seguridad Nacional y jefe de su Gabinete. Trump puede ser considerado fascista en la medida en que es autoritario, ambiciona el poder absoluto, promueve el culto a la personalidad y desprecia las leyes y las instituciones democráticas. Pero lo que le mueve no es tanto una ideología –en su caso, conservadora pero adaptativa–, como una ambición de poder desmesurada y una vanidad y un ego hipertrofiados. También el dinero, claro, como a su valido Elon Musk, lo que ha llevado al analista Ian Bremmer a decir que EE.UU. “va camino de convertirse en una cleptocracia”.

Imagen de los parlamentarios franceses reunidos en el Gran Casino de Vichy el 10 de julio de 1940
Las primeras semanas en el poder del dúo Trump-Musk han demostrado su determinación de gobernar con total desprecio a la Constitución y a las leyes, tomando el control absoluto de la Administración federal –con purgas masivas–, persiguiendo judicialmente a sus adversarios y tratando de coartar la libertad de información de los medios no afines (por mucho que el vicepresidente J.D. Vance haya acusado de ese pecado a Europa)
Toda disidencia promete ser castigada, así que las empresas se han lanzado a la carrera a abandonar sus compromisos en pro de la inclusión y la equidad y contra el cambio climático, mientras aquellas que dejaron de contratar publicidad en la red social X cuando Elon Musk se hizo con ella y le imprimió su actual sesgo ultraderechista vuelven rápidamente al redil, no vaya a ser que el gran visir tome represalias. El mundo económico se achanta...
Por ahora, la única resistencia la ha presentado la Justicia, que tiene ya entre manos más de 60 demandas. La acción de fiscales y jueces federales ha logrado frenar momentáneamente algunas iniciativas del presidente, pero su capacidad para seguir ejerciendo el control legal sobre las decisiones del Ejecutivo está siendo sometida a dura prueba. El nuevo poder instalado en la Casa Blanca no reconoce el papel constitucional de los jueces (Vance ha negado que tengan derecho a controlar al Gobierno, Musk ha llegado a pedir la destitución de un magistrado) y se ha resistido ya a cumplir alguna orden judicial. En la cúspide, el Tribunal Supremo está totalmente controlado desde detrás, como se dice por estos lares.
¿Hasta dónde llegará Trump? Los profesores Steven Levitsky y Lucan A. Way, en un artículo publicado en Foreign Affairs bajo el título El camino hacia el autoritarismo americano , no creen que en EE.UU. vaya a implantarse una dictadura al estilo fascista, pero no descartan –más bien al contrario– que se instale un régimen de “autoritarismo competitivo”, en el que se mantendría la celebración formal de elecciones pero donde el control abusivo de todos los resortes de poder dejaría inerme a la oposición. La democracia sobrevivió al primer mandato de Trump –sostienen– porque no tenía experiencia, ni plan, ni equipo, y no controlaba al Partido Republicano. Ya no es así. De ahí que su vaticinio sea sombrío: “La democracia en EE.UU. probablemente colapsará”.