Han pasado seis meses desde que una dana acabó con 228 vidas en Valencia, seis meses de muchas preguntas sin respuestas y de un duelo que no termina porque no habrá bálsamo posible hasta que se diriman las responsabilidades judiciales y políticas. Pero en medio de este malestar por la gestión institucional de la tragedia, hay una figura que se ha convertido en la gran esperanza de las víctimas: la jueza de instrucción de Catarroja, Nuria Ruiz Tobarra. Mientras el poder político intenta convertir la catástrofe en un recuerdo difuso, intentando alejar la fecha del 29 de octubre de la memoria colectiva, los autos de la magistrada mantienen viva la voluntad de conocer al detalle lo que realmente sucedió aquel día. Y por eso, precisamente por eso, se ha convertido en el blanco de quienes prefieren que las responsabilidades se diluyan como la tierra entre los barrancos.

Un hombre pasea por la calle anegada de barro en Paiporta días después de la dana
Lo extraordinario de su labor no es solo que investigue, sino cómo lo hace. Sus resoluciones no son fríos documentos jurídicos, sino crónicas de un fracaso anunciado, lo que genera opiniones diversas entre juristas consultados: para unos, la instructora acota el marco de su investigación con estos pronunciamientos, aunque para otros emite conclusiones inusuales y excesivas en fase de instrucción. Ella describe el Cecopi como “un lugar donde nadie parecía tener teléfonos”, lo que para unos es “literatura” para otros supone que está reconstruyendo el vacío que costó vidas. Cuando recuerda que la Universitat de València, con los mismos datos meteorológicos, evacuó a tiempo mientras la Generalitat esperaba, no está comparando, está sentando las bases de lo que pudo evitarse y no se hizo. Sus palabras son un espejo para un sistema que preferiría no verse reflejado ni cuestionado, que es justamente lo que está realizando esta instrucción.
Es aquí donde su investigación trasciende lo jurídico y se convierte en un fenómeno político con repercusión nacional. Porque cada auto suyo es un mazazo a la estrategia de dilución de responsabilidades, principalmente contra la Generalitat Valenciana, a la que la jueza recuerda que la falta de declaración de emergencia nacional no le eximió de su “manifiesta pasividad” para socorrer a los valencianos. O cuando insiste en que la alarma se lanzó diez horas después de que el secretario autonómico de Emergencias, Emilio Argüeso, advirtiera por mensaje que “los barrancos están a punto de colapsar”. Sin olvidar cómo la instrucción cuestiona la actividad de Carlos Mazón durante esa jornada tras conocerse el listado de llamadas de Salomé Pradas, desde con quién y donde estuvo hasta su llegada al Cecopi hasta las conversaciones que mantuvo para interesarse por la grave situación. Y veremos qué dan de sí las declaraciones ante la jueza de otros como el presidente de la Confederación Hidrográfica del Júcar, Miguel Polo.
Pero hay algo más inquietante. La jueza no solo cuestiona actos, sino la cultura política que los hizo posibles: esa normalización de la opacidad, esa tendencia a refugiarse en “protocolos” para eludir decisiones o esa manida tendencia de culpar a los técnicos o subalternos para eludir cualquier responsabilidad. Al escribir que en el Cecopi “quienes entraban perdían la conciencia de la gravedad”, retrata un sistema que anestesia el sentido de urgencia, que debía ser la prioridad de un organismo de Emergencias. Y eso duele más que cualquier imputación, porque implica que el problema no son solo unas personas concretas, sino un modo de gobernar que sigue priorizando salvar el tipo antes que dar una respuesta sincera y transparente a las víctimas y a los damnificados.
No es casual que las críticas a la magistrada se centren ahora en el tono de sus autos. Acusarla de “mediática” o “excesiva” es un clásico intento de desviar la atención del fondo: sus resoluciones son incómodas porque están documentadas y ponen negro sobre blanco lo que dicta el sentido común. Cuando el poder no puede rebatir los hechos, ataca a quien los enuncia, por eso es fundamental no perder la perspectiva de quién debe responder y quién investigar y, además, que la prioridad debe ser siempre estar al lado de las víctimas. Y el riesgo es real: no tardaremos en observar el intento de construir una campaña de descrédito contra la magistrada presentando su rigor como “activismo”. Es el mismo guion usado contra otros jueces en el pasado, con las consecuencias ya conocidas.
Para las familias de las víctimas, cada auto de la jueza es un reconocimiento a su dolor y a su indignación cada vez que han escuchado que lo sucedido era “inevitable”
Las víctimas, sin embargo, observan esta instrucción, seis meses después, como la única vía de conocer una verdad que algunos intentan doblegar a martillazos. Para ellas, cada auto es un reconocimiento a su dolor y a su indignación cada vez que han escuchado que lo sucedido era “inevitable”. La jueza les devuelve la dignidad: les dice que tenían derecho a que las instituciones actuaran, y que su fracaso tiene nombres y apellidos. Por eso, más allá de las presiones, su labor es un punto de inflexión. No solo para Valencia, sino para España. Porque demuestra que, cuando la justicia no se pliega al ruido político, puede ser el último dique contra la impunidad.