La venganza de la historia
Hay que observar guerras de hoy en el marco de la tensión entre China y EE.UU. Algunos asesores de Trump han contado que el futuro presidente quiere proponer a Rusia y China un nuevo pacto que, como el de la conferencia de Yalta (1945), divida el mundo en zonas de influencia. Quizás Putin lo aceptaría, ya que tantos frentes abiertos están perjudicando a Rusia, como se ha visto en Siria. Pero es difícil que China acepte reducir su creciente influencia global. El Imperio del Centro ha basado su estrategia en el poder blando (soft power). No necesita muchas bases militares. Penetra en África y Latinoamérica gracias a las infraestructuras que está impulsando. Si la expansión estadounidense fue hija de la gran industria, del impacto cultural de Hollywood y de las victorias militares en las dos grandes guerras mundiales, la expansión de China prescinde de los factores militar y cultural, pero es muy eficaz facilitando el desarrollo de sus aliados. China incluso tiene intereses en Panamá, país crucial para el comercio global estadounidense.
Como ya la Roma antigua demostró en el Mare Nostrum, todo imperio necesita controlar los mares, es decir, los estrechos por los que pasan las rutas comerciales. Pues bien, China pisa los talones a los EE.UU. en los océanos. Mientras la flota americana vigila los mares, los chinos construyen puertos, canales y carreteras. Desde la caída del muro de Berlín (1989), los americanos son el único país que merece el título de imperio, que la politología actual considera impropio, pero que la realidad muestra tozudamente. Sabemos que el síntoma más claro del nerviosismo norteamericano es la fractura interna por razones de identidad (unos se sienten culpables del pasado y piden perdón a todas las minorías; y otros idealizan el mito fundacional del Mayflower : poder y libertad sin trabas). Pero una tensión menos evidente podría tener mayor influencia. La tensión entre los dos modelos que defienden las élites del deep State : persistir como imperio y, por consiguiente, mantener una posición hegemónica en el globo, en inevitable detrimento de las necesidades de la población propia; o un repliegue interior para reindustrializar y favorecer a la población propia, limitando la presencia exterior a la defensa de los intereses americanos.
Este choque se ha hecho visible estos días en Siria: Trump afirmaba que en ese país no se les ha perdido nada, pero en aquel momento los destacamentos militares del sudeste de Siria estaban haciendo maniobras estratégicas; sin olvidar el trabajo diplomático de los estadounidenses en las dos reuniones que tuvieron lugar en Doha y que, al parecer, han sido decisivas en la caída de Asad.
Estos días se habla mucho de Damasco. Ciudad principal del Creciente Fértil, estuvo relacionada con el Egipto de los faraones, los babilonios, los asirios, el Israel bíblico, la expansión grecoromana. Capital del vasto imperio de los Omeyas, compartió después importancia con Bagdad y fue plaza principal durante la edad media (Saladino y las cruzadas). Después de un tiempo bajo el influjo egipcio de los mamelucos, formó parte del imperio otomano que, como estamos viendo, resurge desde hace unos años (si ya fue el primer beneficiado de la guerra de Ucrania, ahora exprime el limón de Siria como ya exprimió la caída de Gadafi en Libia).
Hay que observar guerras de hoy en el marco de la tensión entre China y Estados Unidos
Pueden pasar muchas cosas en Siria. Al mundo árabe le conviene reordenar el país, ya que de Siria sale el tráfico del Captagon, la droga que diezma a las sociedades árabes. Pero puede fragmentarse, como ocurrió en Libia. Puede acabar como Líbano, sometida a múltiples protectorados: Turquía, EE.UU., Rusia, Israel (no descartemos del todo a Irán). Puede ser troceada por ávidos vecinos (Turquía, Israel, Jordania). Por el momento, y mientras esperamos las sorpresas de Trump, la evolución de la conflictividad en esta zona del Mediterráneo nos recuerda a nosotros, europeos, tan amantes de las abstracciones politológicas (del tipo democracia liberal o iliberal), que la historia tiene una fuerza imperturbable. La impronta francesa e inglesa fue allí determinante (diseñaron países y fronteras), pero también muy superficial. Las cicatrices de todos los viejos y torturados territorios, una y otra vez, se desgarran; y enseñan las entrañas del pasado, que siempre regresa.