Cada Semana Santa regreso a los relatos de la pasión; y también a la música que han suscitado. Escucho la Pasión según san Mateo de J.S. Bach y me parece nueva. Bach nunca se agota. Es luminoso como la matemática aunque también denso y misterioso como una selva. Reconozco que esa inclinación mía es minoritaria. Aunque en muchos pueblos y ciudades las procesiones forman parte de los programas de ocio de estos días, la materia religiosa original de la Semana Santa ha desaparecido de la conversación pública.
No sé si es demasiado atrevido regresar a estos textos. Uno puede creer o no en la veracidad de los evangelios, pero no puede negar que han marcado dos milenios de historia y siguen influyendo. La igualdad y la dignidad de todas las personas, el deseo de fraternidad y el deber de la solidaridad son herencias cristianas.

'El beso de Judas', fresco de la catedral de San Gimignano (Italia)
Al margen de si nos acercamos a estas narraciones con delicadeza de creyente o con fría distancia cultural, los evangelios también pueden ser una fuente de inspiración sobre aspectos esenciales de la condición humana. Ayer mismo, domingo de Ramos, inaugurábamos la semana con la paradoja del éxito y el fracaso: una entrada en Jerusalén rodeada de aplausos populares acabará el viernes con la tortura y crucifixión rodeada de odio o indiferencia. Pero hoy me gustaría subrayar dos episodios evangélicos centrados en la traición. Lo haré siguiendo las reflexiones del psicoanalista milanés Massimo Recalcati, que ha sido traducido por Anagrama: La noche de Getsemaní. Judas traiciona a Jesús de una manera especialmente simbólica. Es con el beso, signo de amor, que entrega un compañero a los verdugos.
Uno puede engañar a un desconocido; en cambio, la traición es íntima, es la otra cara del amor
La deslealtad de Judas, tan históricamente vilipendiada, es hija de la decepción. Judas es un alumno político de Jesús. Un episodio inmediatamente anterior explica su traición. El grupo de Jesús es acogido en la casa de un tal Simón el leproso (Juan sitúa el episodio en casa de Lázaro). En un momento dado, una chica, María, empieza a acariciar a Jesús con un perfume muy caro, un perfume de nardo. Algunos compañeros de Jesús se escandalizan por el gasto suntuario, por el lujo que significa gastar este perfume en las carnes de Jesús. “Deberíamos haberlo destinado a los pobres”, critican, decepcionados. Pero Jesús, a quien hay que imaginar sabiendo que pronto morirá, les dice: “A los pobres siempre los tendréis con vosotros; y cuando queráis les podréis hacer bien; pero a mí no siempre me tendréis”.
En esta anécdota se destila una de las más singulares aportaciones del cristianismo: los políticos hablan siempre en genérico. Los pobres o la pobreza, en ese caso. Jesús, en cambio, hace hincapié en cada rostro. Cada persona cuenta, incluso él mismo. Dejad que yo tenga ahora un momento de disfrute, viene a decir. Dedicaos un poco a mí, que estoy angustiado por lo que me espera, viene a decir. Jesús no es un superhéroe, sino un hombre que vive con miedo, con ansia, con angustia, los tormentos que le aguardan. Un hombre que ahora quisiera alargar el gozo de vivir, encarnado en el cuidado de la chica que le da unos masajes con un perfume poderoso y sensual. La respuesta del seguidor político de Jesús es la decepción. Como el hijo decepcionado del padre o el alumno del profesor, Judas no soporta este momento voluptuoso de Jesús. Lo abandona y lo traiciona.
Sabemos que solo es posible traicionar a quien hemos amado. A diferencia del engaño, que puede hacerse a un desconocido, la traición es la otra cara del amor y con frecuencia implica, como en el caso de Judas, una decepción previa. Lo vemos con frecuencia en las separaciones: es muy fácil pasar del amor apasionado al odio flamígero. La traición de Judas y la de Pedro son muy distintas. En la última cena, Pedro afirma ampulosamente que seguirá a Jesús hasta la muerte. Jesús le replica. Antes de que el gallo cante, me traicionarás tres veces. Y así ocurre. Detenido Jesús, acusan a Pedro de ser uno de sus seguidores; y él, dominado por el pavor, le traiciona. Cuando el gallo canta, Pedro, el traidor, llora amargamente. No ha estado a la altura del amor. Como siglos después escribiría Quevedo, Pedro creía ser capaz de un amor más poderoso que la muerte. Pero no puede sino reconocer, humano, lacrimoso, avergonzado, que el miedo ha sido más fuerte que el amor.