Paul Auster declaró en una ocasión que los escritores son seres heridos y por eso crean otra realidad. Pero lo cierto es que la realidad está superando a cualquier ficción, como si el mundo se hubiera rebelado contra la imaginación de los novelistas. Seguramente, para demostrarles que la realidad es un inacabable pozo de enigmas, superior a la fantasía de los hombres. No hace ni un mes que Netflix estrenó Día cero, con Robert De Niro de protagonista, sobre un ciberataque que provoca cortes en el suministro energético que paralizan toda actividad. Y en las últimas horas nos hemos encontrado que un extraño fenómeno provocó que en cinco segundos se esfumaran quince gigavatios, que dejaron la península Ibérica a oscuras. Paralizada y, lo que es peor, incomunicada durante horas.

Este siglo XXI es un continuo de historias para no dormir, de zozobras que nos dejan sin respuestas, de sustos que consiguen que la camisa no nos llegue al cuerpo. Así, hemos sido testigos de atentados de terroristas de aviones estrellándose contra rascacielos, crisis económicas que han arruinado las clases medias, epidemias globales que nos han encerrado en casa y ahora un apagón inexplicable que pone de manifiesto la fragilidad de nuestro sistema.
El mundo real es un inacabable pozo de enigmas, superior a la imaginación del hombre
Los novelistas de best sellers y los guionistas de Hollywood habían imaginado escenarios que la realidad ha superado en intensidad, angustia o brutalidad. Las series apocalípticas son un juego de niños, cuando la realidad se manifiesta con todo su horror. Las series distópicas empequeñecen con los episodios reales.
El episodio del apagón nos ha permitido descubrir que el universo digital no ha matado del todo –afortunadamente– al mundo analógico. El día de marras se agotaron los viejos transistores a pilas, la conversación ganó espacio en los hogares ante el silencio de los móviles, la gente volvió a valorar el dinero físico frente a las tarjetas que no funcionaban e incluso los libros sustituyeron a las series. La tecnología nos ha secuestrado espacios de libertad y ha acelerado los momentos hasta convertirlos en instantes. Por un día, el móvil de última generación perdió la batalla ante el transistor setentero. Aunque igual no hemos aprendido nada.