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Un día de lluvia como el de hoy en el que las temperaturas invernales todavía no han desaparecido, aunque la primavera ya haya abierto sus puertas, me parece ideal para retomar el poema De Invierno del gran poeta Rubén Darío, cuyo nacimiento y muerte tuvieron lugar durante esta estación, los meses de enero y febrero respectivamente.
En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.
El fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:
entro, sin hacer ruido: dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño
como una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre los ojos; mírame con su mirar risueño,
y en tanto cae la nieve del cielo de ʲí.
El poeta modernista lo publicó en su libro titulado Azul. Aquí crea un refugio perfecto contra el frío invernal y adecuado para el amor. Para mí fue, durante los años que di clases de lengua y literatura castellana en la EGB, uno de mis poemas favoritos. Supongo que como siempre me ha gustado el invierno, cuando lo leí sentí una gran sensación de placidez.
Los modernistas rechazan la realidad cotidiana y todo aquello mundano o “poco elevado”. El poeta, en su obra, pretende escapar de su tiempo, evocando épocas mejores y paisajes exóticos e ideales. En una etapa posterior, Rubén Darío opta por una temática más social y reflexiva.
Este poema, tal vez por el predominio de esa rima tan marcada al tratarse de un soneto, me hizo percibir la musicalidad junto a imágenes poéticas, como la caída de la nieve en ʲí, la ciudad del amor y de los poetas. La misma mirada risueña de Carolina es capaz de transmitir armonía.
Ese sueño que es interrumpido con un gran silencio al entrar su amante y ese rostro enrojecido por el calor del hogar hacen que no se rompa la sensación de confort con la que muchas veces relacionamos una tarde de invierno en la que la lluvia es capaz de evocar emociones profundas y despertar la sensibilidad del alma.
Cuando lo trabajaba con mis alumnos, por mi mente pasaban imágenes visuales del gato blanco de angora junto con otras táctiles, pudiendo notar la finura de su pelo.
Del mismo modo, podía apreciar la suavidad del abrigo que cubría el cuerpo de la protagonista, hecho con el pelaje de una marta cibelina cuya cara se me antojaba tierna.
Aún a día de hoy, puedo revivir esos momentos en los que era capaz de fijar mi mirada en la chimenea que brillaba en un exquisito y lujoso salón.
Belleza, ensoñación, languidez se apoderan de mí nuevamente, consiguiendo en un corto periodo de tiempo adentrarme en el poema, abstrayéndome de situaciones comunes de la vida y llevándome a un escenario paradisiaco.
Vuelvo a retomar ese lenguaje, sin grandes metáforas, simple, fino y culto que me envuelve y me acerca a la vez a la esencia del ser humano.