Siniestras señales de alarma
El escaparate
Se han conmemorado los ochenta años de la liberación del campo de concentración nazi de Mauthausen. Los reyes Felipe y Leticia acudieron para hacer una ofrenda floral ante el memorial para los españoles republicanos que murieron o que, como mi tío Joaquín López Raimundo, sobrevivieron a aquel infierno (Primo Levi decía que los campos eran una “siniestra señal de alarma”). Nuestra corresponsal María-Paz López explica que, durante la ofrenda, se oyeron aplausos y también un grito de “¡Viva la República!”. La escena contiene todas las contradicciones de la España moderna: un Borbón que, como jefe de un Estado imperfectamente democrático, elogió la lucha contra el nazismo y por la libertad con más énfasis que los partidos que deberían identificarse con estos ideales (pero que están demasiado ocupados practicando el canibalismo).
No es la primera vez que los Reyes asumen un papel simbólico que, para los que venimos de la tradición republicana, aún nos chirría. Es una disonancia hija de la singularidad de la transición y de la voluntad de los Reyes de, en contraste con el desmantelamiento –sospechosamente entusiasta– del mito del rey emérito, modernizar su función. Del tío Joaquín recuerdo que, después de que le pidieran hasta la saciedad escribir sus memorias (cuatro años en los campos de concentración, entre Mauthausen y Gusen) y contar su amistad fraternal con el fotógrafo Francesc Boix, toreó la tabarra de su entorno con un texto que, inspirándose en los círculos de Dante, se refugiaba en la nostalgia de la infancia. Le había oído decir que no me fiara de los supervivientes que hablan a todas horas de los campos, porque la experiencia fue tan dura que lo lógico es no hablar de ello nunca más. También recuerdo la primera frase del texto que dejó escrito sobre Mauthausen: “Mí primer recuerdo de Mauthausen fue el miedo”.
Los Reyes, junto a responsables españoles de la Amical de Mauthausen y familiares de víctimas del campo de concentración
El viaje de los Reyes a Mauthausen tiene un valor simbólico que dignifica su cargo
Joaquín fue un superviviente singular. Sin perder nunca su militancia comunista, supo disfrutar de la distinción social de las pensiones francesas y alemanas. Le encantaba invitarme a coger el metro de París –tenía dos abonos gratis, de excombatiente– y a chucrut en un restaurante alsaciano y regalarme casetes con tangos de Gardel. Su última voluntad no fue ninguna proclama política, sino que, como el último compromiso con sus orígenes aragoneses, pidió dos huevos fritos.
Otra conmemoración, menos trascendente y más prosaica: el primer año desde que Salvador Illa ganó las elecciones. El president pasó por el Café d’idees (Radio 4, La 2) y, sin alterar el tono que le define, no alimentó ninguna de las polémicas susceptibles de degenerar en titulares purulentos. Gemma Nierga, que le acribilló con todos los temas posibles, debió acabar con la sensación de fracaso del cazador que vuelve a casa con el zurrón vacío. Hay quien lo compara con el presidente Montilla, pero yo diría que Illa juega más con la elusión monocorde, mientras que Montilla practicaba una retórica que funcionaba por extenuación.