Los recuerdos de infancia no suelen ser nítidos sino que se pasean por el cerebro en forma de retazos de vivencias que, al intentar enfocarlos, se te escapan como el agua de las manos. Es imposible poner fecha a esos recuerdos, incluso caras. Pero, en ese baúl de experiencias imprecisas y sensaciones huidizas, siempre ha permanecido esa diversión absoluta y genuina de luchar en el patio de mi escuela en Girona mientras imitaba el kamehame de Son Goku con otros niños que mi cabeza no logra identificar.
Este es uno de los muchos recuerdos que, como catalán millenial, acumulo como parte esencial de mi infancia junto con la colección de cartas, el tráfico de fotocopias para dibujar mejor a nuestros héroes japoneses o esos fines de semana en los que iba corriendo a la tele como si la emisión de Bola de Drac fuera un evento histórico, con el mismo espíritu con el que fui al Eras Tour de Estocolmo esta primavera.