A los barceloneses que vivieron los años de transformación de la ciudad preolímpica les cuesta observar algunos edificios o infraestructuras que se construyeron entonces, sin recordar el momento histórico en que pasaron a formar parte del renovado paisaje urbano de 1992. Sin embargo, quedan pocos de quienes vivieron una situación que tuvo que ser tan o más emocionante: la transformación de la capital catalana para la Exposición Universal de 1929.
Esta cronista escuchó relatos fascinantes de quien era un niño en aquellos años y en su larga vida nunca olvidó algunos de los pabellones y personajes que más le fascinaron (¡Hasta un adiestrador de pulgas!), o el impacto indeleble de subir a las primeras escaleras mecánicas barcelonesas, en Montjuïc, y librarse de ser engullido por los dientes metálicos cuando una oronda señora le cayó encima y él gritó de tal modo que detuvieron en seco el mecanismo.
Desde el mediodía, que ofrecen un menú de 60 euros, la cocina abre hasta la noche ininterrumpidamente
Una de las múltiples construcciones que se diseñaron para aquella cita internacional, en este caso para comunicar el puerto con Montjuïc, fue el teleférico. Aunque el capital privado no se consiguió hasta 1928, por lo que llegaron un poco tarde, estuvo décadas en uso excepto en algunas etapas, hasta que quedó definitivamente cerrado. El espacio que coronaba la estructura albergó bar y restaurante hasta los años 70 y permaneció cerrada tres décadas.

El arroz con cigala, alcachofas y crujiente de camarone
Aquella torre metálica de casi 80 metros de altura fascinaba a Oscar Manresa, que hacía poco tiempo había cambiado su puesto de ejecutivo de una empresa taiwanesa de informática por la aventura de la restauración. Manresa, que estudió en la escuela de Hofmann y tuvo primero un pequeño restaurante llamado El Magatzem del Port, consiguió abrir con su hermano Carlos ese establecimiento con vistas espectaculares por todos sus costados en aquel antiguo teleférico que en los últimos años había albergado más palomas que humanos.

Salmonete a la brasa
Estaban seguros de que era un lujo que una ciudad como Barcelona merecía. La Torre de Altamar, que ha cambiado el nombre por Altamar (Passatge de Joan de Borbó, 88) cumple este 2025 un cuarto de siglo. Y quizás vaya siendo hora de reconocer que tras la curiosidad de los barceloneses por aquel lugar único que triunfó muchísimo en sus primeros tiempos, cuando era “el restaurante”, no siempre lo hemos valorado como merece. Muy probablemente en otra ciudad sería un lugar imprescindible para disfrutar de una buena cocina y esas vistas panorámicas. Pero, lo reconoce el propio Oscar Manresa, las vistas siempre han sido la competencia de una cocina cuidada como la que ofrece este chef sin ínfulas de creativo.

Carré de cochinillo de la Dehesa con pera y aromáticos
Sentarse frente a una de las cristaleras, aunque la noche sea lluviosa, es un placer. La gilda, la ostra con el acertado granizado de cebolla al cop de puny, el lomo de atún rojo de la Almadraba con tomates, cebolleta, hinojo y salsa de piparras; los guisantes del Maresme con erizo y huevo de codorniz; el impecable arroz de cigala, alcachofa y crujiente de camarones, el salmonete a la brasa (el buen pescado nunca falla y Manresa de eso entiende), el carré de cochinillo de la Dehesa y, para acabar, un perfecto coulant.
Altamar Restaurant
ٱ鷡ѱPg. de Joan de Borbó, 88
932 21 00 07
Al mediodía ofrecen un menú a 60 euros. Leemos entre las opciones: flor de alcachofa, vieira y panceta o pasta rellena de bogavante y parmesano entre los entrantes, arroz de gamba roja o solomillo de Girona en su salsa con piquillo como segundos y lingote de chocolate en tres texturas o tiramisú, mascarpone, café y cacao entre los postres. Qué buen plan ir a comer sobre la ciudad. Y qué buena idea mantener desde la hora de la comida la cocina abierta ininterrumpidamente y así poder cenar viendo caer la tarde.