Puedes querer, pero no amar a Mario Vargas Llosa por la misma razón por la que no fuiste amigo del delegado de clase. Fue Vargas Llosa, escritor cuyo delito consistió para la progresía escribir unas cuantas obras maestras, vivir más que sus colegas y significarse antes por un caudillo de derechas que por uno de izquierdas. Ese delito y aún otro mucho más grave al vulnerar una de las reglas fotográficas de un escritor del siglo pasado: posar despeinado. Pueden comprobarlo ustedes mismos. Las maravillosas fotos con sus compañeros de generación y boom: todos parecen operarios de la compañía del gas que, en el momento de la foto, estaban por el barrio. Todos menos él: alto, guapo, distante. Bien peinado. Flequillo. ¿Cuántos escritores de valía recuerdan con flequillo? Seguro que, al concederle el Nobel, tuvieron eso en cuenta. Luego con Dylan, rizos en desorden.
Sus novelas también salían siempre bien peinadas a la calle. Desde su primera frase, la novela sabía lo que se iba a encontrar en todas sus páginas. Nada las despeinaba ni se tropezaban con verdad que no supieran antes de salir de casa. Sus obras eran edificios de arquitectura compacta, donde todo está donde debe estar y todos los permisos municipales están, por supuesto, en regla. Eso destilaba la frialdad del superdotado que no puede caer en la improvisación del tropezón, el azar de la moneda encontrada en el suelo, el hallazgo literario de quien no sabe por qué ha hecho lo que ha hecho. Ese ser tan extraordinario lo trató de disimular mientras estuvo entre iguales. En esas mismas fotos se le ve que trata de ser normal, pero no le sale del todo. Pura genética literaria, puro estudiante de siete años de piano con matrícula de honor. Los trenes llegaban a la hora, pero, algunos, los dejabas pasar sobre todo si venían con premio.

Vargas Llosa en una imagen de 1990.
No ayudaba a desatar nuestro amor por él rompernos el prejuicio izquierdoso y no aceptar las cosas cómo, en su caso, eran. Muchas de sus novelas fueron radicalmente honestas y valientes. No engañaba mientras otros autores progresistas pergeñaban actos vacuos y panfletos grandilocuentes, novelas malas. Después del Chivo, oír, ladrar a los perros, o asistir al fin del mundo, escuchabas o leías sus opiniones políticas vertidas muchas veces en artículos nos generaba incomodidad. No es que hubiera dos escritores en uno. Era uno diciendo lo mismo, pero el talento novelesco lo llevaba a otro lugar, lejos del alcance de nuestra crítica maliciosa si jugábamos a ser honestos. Un escritor, eso sí, siempre bien peinado y con flequillo, hasta cuando se juntó con nuestros Kennedy y no lo mataron en Dallas porque escapó a tiempo de regresar para una última cerveza en La Catedral.