Estados Unidos se había apoderado de Filipinas durante la guerra contra España de 1898-1899. Manila, la capital del archipiélago, en la isla de Luzón, se convirtió en una ciudad remodelada a la imagen de los nuevos conquistadores. Se contrató al famoso planificador urbano y arquitecto Daniel Burnham, que había participado en el diseño de ciudades como Chicago o San Francisco, o de la célebre Union Station de Washington. La nueva ciudad se articuló en torno a la vieja ciudad española, Intramuros, fundada en 1571 por el marino Miguel de Legazpi.
En la primera mitad del siglo XX, Manila se transformó en una ciudad americana trasplantada a Asia. Los hidroaviones intercontinentales de Pan Am recalaban en ella. Había grandes almacenes, campos de golf, piscinas; la vida era mucho más barata que en la metrópolis para los miles de soldados y empleados estadounidenses que vivían en la “perla de Oriente”, verdadero crisol de las culturas asiática, española y estadounidense.
“¡VDZé!”
El 8 diciembre de 1941, un día después del ataque a Pearl Harbor, los japoneses desembarcaron en Luzón. En una rápida campaña que derrotó al ejército americano-filipino del general Douglas MacArthur se apoderaron el 2 de enero de Manila. A pesar de ser declarada ciudad abierta, Manila no se libró de los ataques aéreos japoneses. MacArthur, cuyo plan de defensa de las Filipinas había sido un completo fracaso, abandonó las islas en marzo de 1942. Su ejército capituló un mes después.
Filipinas fue una espina clavada profundamente en el ego de MacArthur, cuya promesa de “¡VDZé!” parecía destinada más a la opinión pública estadounidense que al desdichado pueblo filipino.
La suerte de la guerra dio un vuelco. En el verano de 1944, Japón perdía la guerra. Los estrategas americanos tenían dos opciones: avanzar directamente hacia Japón y Formosa (Taiwán), como quería la US Navy, o reconquistar las Filipinas, como exigía MacArthur. Las consideraciones políticas y el recuerdo de la humillante derrota de 1942 llevaron a Roosevelt a alinearse con la opción filipina.
MacArthur movilizó medios inmensos para su “vuelta” a las Filipinas, entre las que se contaban 2.800 aviones, 1,2 millones de hombres, 17 portaaviones y 24 acorazados, además de docenas de unidades navales menores.

El general Douglas MacArthur, en la campaña de Filipinas
Japón seguía decidida a resistir a toda costa. El general Tomoyuki Yamashita, antiguo conquistador de Malasia y Singapur en 1942, fue trasladado de Manchuria a las Filipinas para organizar su defensa. Disponía de 430.000 hombres y unos 1.500 aviones. Pero las esperanzas de poder detener el avance estadounidense se fueron al traste tras la derrota en la batalla de Leyte, el mayor enfrentamiento aeronaval de la historia, librado entre el 23 y el 26 de octubre en aguas de Filipinas.
Paralelo al choque de las armadas, el 20 de octubre de 1944 se produjo el desembarco del 6.º Ejército estadounidense del general Walter Krueger en la isla de Leyte. El 13 de diciembre, una división, apoyada por lanzamientos paracaidistas, se apoderó de la isla de Mindoro y sus aeródromos, vitales para que las fuerzas de invasión tuvieran el apoyo de los aviones del Ejército y no solo de los basados en los portaaviones.

La escuadra estadounidense rumbo a la isla de Leyte
El desembarco en Luzón
MacArthur adelantó el desembarco principal en la isla de Luzón para tomar rápidamente Manila. Su idea era liberar la ciudad el 26 de enero de 1945, día en que cumplía sesenta y cinco años. Hombre teatral y ególatra, se había rodeado de cortesanos que le reían las gracias y, como escribió un historiador estadounidense, tendía a menospreciar a los japoneses y confundía los comunicados de prensa con la verdad. La resistencia filipina había proporcionado mucha información sobre los japoneses, pero, como sucedía a menudo, el espionaje estadounidense no les otorgaba demasiada credibilidad.
El 9 de enero, 150.000 hombres (unos efectivos iguales a los del Día-D en Normandía), que fueron aumentados hasta el cuarto de millón en los días siguientes, desembarcaron en Lingayen, en el noroeste de Luzón, exactamente donde los japoneses lo habían hecho en diciembre de 1941.
La flota de desembarco sufrió ataques masivos de kamikazes, que hundieron un portaaviones de escolta y un destructor y casi hunden el buque en el que viajaba el propio MacArthur. Los pilotos suicidas se acercaban a los buques a ras de cubierta, provocando una respuesta masiva de los cañones antiaéreos que a veces mataba a los marineros de los buques vecinos.
En lugar de defender las playas, Yamashita replegó al grueso de sus fuerzas a las zonas montañosas del este y norte de la isla, con el propósito de infligir todo el daño que pudiera a los estadounidenses.
MacArthur espoleaba a sus comandantes para que se dieran prisa por apoderarse de la “perla de Oriente”. Estaba unido a la ciudad por poderosos vínculos sentimentales: “Allí triunfó mi padre [que había sido gobernador de Filipinas], allí murió mi madre, allí cortejé a mi mujer, allí nació mi hijo…”. Pero la resistencia japonesa aumentaba y los problemas logísticos ralentizaron el avance hacia el sur.

El general del ejército japonés Tomoyuki Yamashita durante la Segunda Guerra Mundial
El 29 de enero se estableció otra cabeza de puente en San Antonio, al noroeste de Manila, y la 11.ª División aerotransportada se lanzó sobre Nasugbu, a 70 km al sudoeste de la ciudad. MacArthur ordenó que los paracaidistas avanzaran sobre Manila desde el sur, mientras la 37.ª División de infantería y la 1.ª División de caballería (una formación blindada, a pesar del nombre) lo hacían desde el norte.
La defensa de la capital corría a cargo de una fuerza mixta de soldados y marinos, al mando del contraalmirante Iwabuchi Sanji. Yamashita no tenía intención de declarar Manila “ciudad abierta” ni tampoco convertirla en un “Stalingrado del Pacífico”. La tarea de Iwabuchi era simplemente resistir el mayor tiempo posible, destruir las instalaciones portuarias y luego escapar de la ciudad con sus hombres.
Sin embargo, el Ejército no tenía autoridad sobre la Marina, e Iwabuchi, que había perdido su acorazado en la batalla de Guadalcanal, decidió resistir en Manila hasta el último cartucho. El descifrado de las comunicaciones desveló a MacArthur los planes japoneses de no defender la ciudad, pero este insistió en que había que tomar Manila a cualquier precio.
La batalla por la ciudad
La vanguardia de la 1.ª División de caballería alcanzó los suburbios de Manila el 3 de febrero. Dos días después liberó a 3.500 prisioneros en el campo de concentración instalado en la Universidad de Santo Tomás. Las privaciones y las torturas los habían convertido en esqueletos andantes. MacArthur apareció enseguida para cosechar sus aplausos ante la legión de corresponsales y fotógrafos que le acompañaba siempre. Otro campo, en la Prisión de Bilibid, cayó en poder de la 37.ª División. Muchos de los liberados eran antiguos soldados de MacArthur en 1942.
Animados por estas operaciones, los estadounidenses pisaron el acelerador. Un desembarco en la península de Batán enlazó con las fuerzas que llegaban desde el norte. Manila había quedado completamente aislada. Un comunicado de prensa afirmaba que la ciudad estaba a punto de caer “como una ciruela madura”.

Tropas estadounidenses en las playas de Luzón
En realidad, la batalla y el horror no habían hecho más que comenzar. De los ocho millones de habitantes de la isla de Luzón, aproximadamente un millón habían buscado refugio en la ciudad. MacArthur prohibió que se lanzaran ataques aéreos para apoyar la ofensiva: “El mundo se llevaría las manos a la cabeza con horror si hiciéramos algo así”. Sin embargo, tuvo que revocar la orden, para que la aviación apoyara el lento avance de la infantería de Krueger, que no poseía experiencia en guerra urbana, inusual en la campaña del Pacífico.
Los japoneses defendieron durante días los accesos a los puentes sobre el río Pasig, que hubo que cruzar con una operación anfibia en toda regla. El palacio presidencial de Malacañang y el área al norte del puerto solo pudieron despejarse tras combates encarnizados casa por casa, muchas de las cuales tenían gruesos muros de cemento preparados contra los terremotos. Mientras tanto, la 11.ª División aerotransportada avanzaba hacia el norte a través de la ciudad moderna. El estadio de béisbol Rizal, el parque Harrison, el ayuntamiento, el edificio de Correos, necesitaron una batalla independiente cada uno para ser tomados.
Iwabuchi ordenó incendiar los barrios más pobres de casas de madera del norte de la ciudad. Un oficial de la 37.ª División recordaba que “El cielo era una cúpula de gruesas nubes de cobre bruñido. Enormes lenguas de fuego arrasaban los tejados y a veces abarcaban varias manzanas en su vuelo devastador”.
Miles de refugiados huyeron hacia el centro de Manila, solo para convertirse en víctimas de los japoneses, que violaban, mataban a tiros o a bayonetazos a los refugiados, o de la artillería estadounidense, que disparó más de 40.000 proyectiles sobre la ciudad. Unos cien mil civiles filipinos perecieron en aquel infierno.

Ciudadanos de Manila huyen de los soldados japoneses
A finales de febrero comenzó el asalto a Intramuros, en cuyas murallas los ingenieros estadounidenses tuvieron que abrir brecha con cargas explosivas. El 3 de marzo, la 1.ª División de caballería se apoderó de los últimos bastiones japoneses derribando los edificios con fuego de piezas de 155 mm a quemarropa. Los últimos japoneses fueron liquidados con gasolina y granadas en las alcantarillas donde se habían refugiado. El contraalmirante Iwabuchi se suicidó disparándose en la boca.
Manila había sido virtualmente borrada del mapa. “Una ciudad fantasma”, escribió un renombrado periodista filipino. En el ático del Manila Hotel, un MacArthur abatido visitó su antigua suite privada, completamente arrasada y llena de cadáveres japoneses.

Obuses estadounidenses en Intramuros
La batalla habría sido un escándalo para una opinión pública estadounidense que ya estaba cansada de la guerra. Si no lo fue se debió a que la mayor parte de los muertos no eran estadounidenses. No obstante, la batalla por Manila, una de las más feroces de la historia de la guerra, costó a MacArthur más de 1.000 muertos y 5.600 heridos. Uno de los regimientos de infantería había perdido más de la mitad de sus efectivos.
La mayor parte de los 16.000 defensores japoneses se dejaron matar en sus posiciones, no sin antes asesinar a sangre fría a 3.000 rehenes filipinos que se habían llevado con ellos.
MacArthur volvió a la ciudad el 27 de febrero para restaurar el gobierno filipino del presidente Sergio Osmeña en el palacio de Malacañang. La devastación de la ciudad le impidió terminar su discurso y, emocionado, acabó rezando el Padrenuestro.
MacArthur se vengó del mal trago que le había hecho pasar Yamashita influyendo en el proceso que lo juzgó por crímenes de guerra cometidos en Filipinas, aunque nunca quedó claro que los perpetradores siguieran órdenes directas de su comandante. Yamashita fue ahorcado en la prisión de Los Baños en 23 de febrero de 1946.