Robert Kennedy Jr. es el sobrino de JFK, el mítico presidente demócrata. Su familia es desde siempre partidaria de esta línea política. Él empezó así, pero, cuando se presentó las primarias de 2023 y vio que no tenía apoyos, no tardó en irse con Donald Trump. El magnate republicano le ha recompensado colocándole al frente del Departamento de Salud y Servicios Humanos, el equivalente estadounidense del Ministerio de Sanidad. Desde este alto cargo, Robert Kennedy no ha dejado de hacer afirmaciones sin evidencia científica. Su último disparate consiste en afirmar que el autismo no tiene base genética y puede curarse.
Esta insistencia en poner el peligro la salud de sus conciudadanos, ya evidente en su defensa de peligrosas teorías de la conspiración antivacunas, contrasta con la voluntad de su tío, el presidente Kennedy, de extender la cobertura sanitaria de los estadounidenses.
Por la oposición del Congreso, el programa Medicare no se haría realidad hasta la presidencia de su sucesor, Lyndon B. Johnson, pero fue con Kennedy cuando se sentaron sus bases. JFK, en cumplimiento de uno de los ejes de su programa, deseaba evitar que los ancianos, en caso de enfermedad, tuvieran que recurrir a la caridad después de consumir sus ahorros.
Durante tres años buscó uno a uno los votos de los congresistas que necesitaba, aunque fuera al precio de modificar el proyecto original. Por desgracia, se vio derrotado por un estrecho margen. El Congreso, según la revista Time, tendía a favorecerle en temas de seguridad nacional, pero no así en asuntos domésticos.

JFK en su oficina de la Casa Blanca con su hijo, John Jr., bajo su mesa del Despacho Oval, 1963
Sin embargo, en esta política de salud, como señalaría el periodista Theodore H. White, en realidad no había novedades radicales. Kennedy, al incrementar el presupuesto de sanidad en más de un 50%, seguía la pauta de su antecesor, el republicano Dwight D. Eisenhower.
Si la sanidad dependía del poder adquisitivo, la pobreza implicaba quedarse sin atención médica en caso de enfermedad. JFK tenía conciencia de que uno de cada cinco de sus compatriotas pasaba por graves apuros económicos. En 1962 leyó The Other America, libro clave de Michael Harrington, y se sintió impresionado con una idea: la auténtica pobreza no era tanto de índole material como espiritual. Las víctimas se encontraban prisioneras de la falta de expectativas, en un sistema que parecía diseñado para matar la esperanza, ajeno al discurso del sueño americano sobre la búsqueda de una vida nueva a través de la cultura del esfuerzo.
En los años cincuenta, Estados Unidos se veía a sí mismo como la sociedad de la abundancia. Reinaba el optimismo. Las necesidades básicas –alimento, vivienda y atuendo– estaban resueltas para la mayoría de la población, que solo tenía que preocuparse de acceder a mayores cotas de bienestar. Pero esta visión triunfalista dejaba de lado a “la otra Norteamérica”, la que integraban de cuarenta a cincuenta millones de pobres.
Esta gran masa de gente tendía, en cambio, a la invisibilidad, como señalaba Harrington. No tenía quien la representara, ni partidos ni sindicatos, al llevar una existencia atomizada. Ante los cambios sociales, los nuevos desheredados vivían aislados del resto de la población, de manera que su experiencia apenas incidía en la conciencia colectiva del país. Eran bastantes para configurar su propia subcultura, pero no suficientes para atraer la atención del país en su conjunto.
JFK trató de cambiar este estado de cosas. A su sobrino Robert, no obstante, los autistas solo parecen preocuparle porque son gente que, en su opinión, nunca tendrán un trabajo ni pagarán impuestos. En este tema, como en otros, lo que dice no corresponde con la realidad. Muchos autistas llevan vidas perfectamente normales. Que se lo digan, si no, a Elon Musk.