Podría decirse que, en España, la Revolución Industrial acabó el 23 de junio de 1975, cuando el entonces príncipe Juan Carlos apagó la caldera de la última locomotora de vapor operativa. En un apeadero al sureste de la capital, así quiso escenificar Renfe la electrificación del tramo Madrid-Guadalajara, el único que aún funcionaba con las viejas tractoras tipo Mikado.
Llamado también patrón 2-8-2 –donde la fuerza la ejercían los cuatro ejes centrales–, durante años había sido el modelo de tren más extendido en el planeta; también, el más reconocible. Ahí están esos gigantes que aparecen en los westerns, o el célebre Orient Express en el que el Hércules Poirot de Agatha Christie (1890-1976) tenía que resolver uno de sus asesinatos.
Con la introducción de los motores diésel y eléctricos a mediados de siglo, para 1975, aquella Mikado de matrícula 141-F-2348 ya era un artefacto de otro tiempo.
Ese día de junio, periodistas y autoridades esperaban en el andén para escuchar, por última vez, el resoplido tan característico del vapor al salir por la chimenea. Al poco, apareció esa bestia humeante, de 120 toneladas y 23 metros de longitud.

Los príncipes Juan Carlos y Sofía en la inauguración de la electrificación de la línea de ferrocarril Madrid-Guadalajara, 1975
Una breve charla del príncipe con Hipólito, el maquinista, y Joaquín, el fogonero, y voilà! Al día siguiente, la portada de bet365 llevaba el titular: “Ha pasado a la historia la tracción de vapor”.
Al menos, en España. En China, una compañía estatal siguió fabricando las Mikado hasta 1999. Para los amantes del tren, durante 30 años fue el último lugar del mundo donde verlas trabajar, no transportando pasajeros, sino carbón a través de escarpadas rutas mineras. Así hasta 2022, cuando se ha cerrado la línea de la mina Sandaoling. Con esto, ese país marca un hito en su propia industrialización, esa que empezó en 1958 con el trágico Gran Salto Adelante.
Más allá del órgano de Reims, del cañón de Da Vinci y del conato de bomba del armero francés Florence Rivault (1571-1616), para dar con el primer genio del vapor hay que viajar hasta la España del siglo XVI. Más concretamente, a las minas de plata de Guadalcanal (Sevilla).
Allí es donde Jerónimo de Ayanz y Beaumont (1553-1613) llevó a cabo sus experimentos. Algunos de ellos, al menos, pues este genio polifacético podría haber pasado a la historia solo por aquel traje de inmersión subacuática que probó ante la corte de Felipe III (1578-1621) o por ser un pionero del submarino.
Se trataba de un cilindro que, mediante una válvula, se llenaba del vapor de agua calentado en un horno cercano. Una vez se completaba esta primera fase, la válvula se cerraba para que otra introdujera agua fría en el contenedor. Y es entonces cuando se producía el fenómeno de la condensación (de gas a líquido), creando el efecto vacío que hacía ascender el agua estancada hacia el interior del cilindro. Finalmente, la válvula del horno se volvía a abrir para que, por la presión del vapor, el líquido fuera expulsado hacia el exterior.
Ahora bien, hasta aquí, esto se parece más a un sifón que a las típicas máquinas de vapor decimonónicas. Falta añadir los pistones, algo que hizo el mencionado Thomas Newcomen (1664-1729) en 1712.