El 9 de julio de 1722, The Boston News-Letter, un periódico de la entonces colonia inglesa de Massachusetts, publicaba una lista de los pescadores secuestrados un mes antes en extrañas circunstancias. Uno de ellos era Philip Ashton, que al cabo de un año logró escapar y pudo dar los detalles de un caso que había conmocionado a la opinión pública.
Trece buques fondeaban en Nueva Escocia (Canadá) cuando apareció un bergantín que no lucía ninguna bandera, o pabellón, como se dice en el lenguaje marinero. Si ya era una mala señal, lo peor se confirmó cuando estuvo pegado a ellos e izó una con una calavera.
Fue suficiente para que los fondeados se rindieran, y eso que los acompañaba una goleta de ochenta toneladas y diez cañones. Pero, siendo el inglés Edward Low el que los atacaba, hicieron bien. A los que quisieron les dio la oportunidad de unirse a su tripulación; a los que no, los flageló hasta que cambiaron de opinión. Esas eran las maneras de alguien que una vez acuchilló él solo a cincuenta y tres prisioneros españoles, un hombre que mataba por aburrimiento.
Si hubieran tratado de resistirse al abordaje, quizá los habría despellejado, quemado vivos o cortado los labios y obligado a comérselos, como hizo en 1723 a un capitán portugués. Como estas historias circulaban, la mayoría de las veces bastaba con que un buque pirata mostrara su pabellón para que las víctimas capitularan.

Recreación de la bandera del pirata Edward Low
En su Historia general de los robos y asesinatos de los más famosos piratas (1724), el capitán Charles Johnson explicó el caso de dos cruceros franceses que en 1721 seguían a un navío que creían de contrabandistas. Ya le pisaban los talones cuando Bartholomew Roberts se identificó, haciendo que sus perseguidores se entregaran sin atreverse a usar los veintiséis cañones que tenían.
Tal era el poder de persuasión de la Jolly Roger, como la llamaban los ingleses. Para comprenderlo, hay que referirse a la historia de la piratería en el Caribe.
Empezó cuando regresaron los primeros conquistadores de América, que, merced al Tratado de Tordesillas (1494) y a las consiguientes bulas emitidas por el papa Alejandro VI, era un territorio prácticamente español. La Corona hispánica intentó mantenerlo en secreto, pero en 1522 corsarios franceses descubrieron en un galeón apresado el fabuloso tesoro que supuestamente Hernán Cortés había incautado a Moctezuma.
Conscientes de que habían quedado fuera de un buen trato, holandeses, ingleses y franceses comenzaron a otorgar patentes de corso para atacar al convoy que hacía la ruta Sevilla-Veracruz (México); no en el camino de ida, sino en el de vuelta, que es cuando cargaban sus riquezas.

‘Bucanero del Caribe’, ilustración para de la obra ‘Libro de piratas’ de Howard Pyle, 1921
Así hasta que a mediados del siglo XVII establecieron sus propias colonias en el continente, trasladando allí sus bases corsarias. Los franceses empezaron refugiándose en el norte de La Española, y, cuando los españoles los expulsaron de allí, se instalaron en un islote al noroeste del actual Haití. Es la célebre isla de Tortuga: por lo accidentado e inaccesible de su terreno, se convirtió en una verdadera cueva de Ali Babá.
Lo robado lo vendían en Port Royal, que desde la conquista inglesa de Jamaica en 1655 era el otro foco de piratería en la región. Al menos hasta 1670, cuando España y Gran Bretaña firmaron el Tratado de Madrid. Aunque se comprometieron a dejar de emitir patentes de corso en tiempos de paz, eso no significa que el filibusterismo decayera.
El final de la guerra de Sucesión española en 1713 dejó a miles de marinos desempleados, sobre todo entre los de la Royal Navy, que pasó de cuarenta mil a diez mil efectivos. Ya como versos libres, muchos de ellos se hicieron a la mar, atacando allá donde pudieron a lo largo de toda la costa americana. Fue la última etapa de un período conocido como la “Edad de oro de la piratería”, quizá de un modo exagerado.
La fascinación por este período de la historia no surgió por arte de magia, sino porque Robert Louis Stevenson publicó La isla del tesoro (1883) y porque James Matthew Barrie se inventó al célebre capitán Garfio para la obra de teatro Peter Pan (1904), creando un verdadero género luego magnificado por el cine.

Ilustración de una edición de ‘La isla del tesoro’, de Robert Louis Stevenson
La pata de palo, el tricornio, el parche en el ojo, el loro parlanchín…, de toda la parafernalia propia de las películas del género, lo más simbólico es la Jolly Roger. Por eso, alguien podría pensar que esa lúgubre calavera sobre un fondo negro no es más que una dramatización de Hollywood.
En absoluto. La mayoría de los diseños incorporaban un cráneo y un par de huesos dispuestos en forma de cruz de san Andrés (en X, por ser el modo en que crucificaron a este apóstol). A partir de ahí podían darse variaciones, pero alguna referencia a la muerte o a la violencia era obligatoria.
En la de Bartholomew Roberts aparecían él y una personificación de la Parca, ambos sosteniendo un reloj de arena. También la de Edward Low incorporaba esa mención al tiempo, aunque en la otra mano su calavera sostenía una lanza atravesando un corazón.
Al menos desde inicios del siglo XVIII y hasta la desaparición de la piratería en América, esa fue la iconografía preferida. Lo que a los historiadores les cuesta más explicar, sin embargo, es de dónde surgió.
Hay quien la atribuye a los bereberes; el color, por la bandera del Águila, un estandarte negro que la tradición musulmana atribuye a Mahoma y que usaban los buques norteafricanos; la calavera, porque una crónica del ataque bereber sobre Cornualles (Inglaterra) en 1625 describe una en la enseña de los atacantes.
Otros, en cambio, creen que en un primer momento fue roja, por ser un color tradicional en la marina inglesa. Cuando la guerra de Sucesión acabó en España, los veteranos metidos a piratas habrían querido mantener el rojo, añadiéndole algún dibujo. Esto explicaría el nombre Jolly Roger, que sería una perversión del francés joli rouge (rojo bonito).