
Soldado con uniforme de camuflaje, patrón estilo hojarasca
Los militares se camuflan para cazar y no ser cazados, como hacen miles de especies animales. De ahí los tonos verdes, caqui o blancos, dependiendo de dónde se pelee. Lo curioso es que hasta hace relativamente poco la lógica era justamente la inversa. Los uniformes eran coloridos, como los que aún vemos en los desfiles.
Para entenderlo hay que explicar cómo eran las guerras antes de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en los siglos XVIII y XIX (no viajaremos más en el tiempo, porque antes de eso la vestimenta de la milicia ni siquiera estaba estandarizada).

‘Casacas rojas’ en formación de línea durante la batalla de Bunker Hill, en la guerra de Independencia norteamericana
En ese período los ejércitos combatían alineados, hombro con hombro, lo que se conoce como “formación en línea”. Esto se explica por el tipo de armas que usaban, los arcabuces y mosquetes de ánima lisa, cuyo alcance y precisión eran más bien escasos. Como se diría, disparaban “al bulto”.
Lo importante era que la formación no se rompiera, y para eso los uniformes tenían que ser reconocibles, de ahí las prendas estridentes. Esta táctica llegó a su cénit con la Grande Armée de DZó, pero, paradójicamente, a esas alturas hacía tiempo que ya se estaba gestando un cambio.
Durante la guerra de los Siete Años (1756-1763) los británicos habían creado los Rogers’ Rangers, la primera unidad del éٴ de su majestad en vestir de verde. No por capricho, sino porque era una fuerza de reconocimiento, que debía moverse entre la maleza sin ser vista. Uno de sus comandantes, John Graves Simcoe, fue el primero en anticipar que ese color se acabaría universalizando.