Lo primero que hizo Mark Carney tras ser elegido primer ministro de Canadá, en marzo, fue viajar a París y Londres para entrevistarse con el presidente Emmanuel Macron y el primer ministro Keir Starmer. Que la primera salida al exterior del jefe del Gobierno canadiense no fuera a Estados Unidos –una primicia– da la medida de la ruptura histórica entre los dos países. “Esta relación, basada en una integración cada vez más profunda de nuestras economías y en una estrecha cooperación militar y de seguridad, se acabó”, constató Carney tras los ataques –en forma de aranceles y bravatas anexionistas– del presidente de EE.UU., Donald Trump.
En París, el premier canadiense expresó la voluntad de su país de reforzar los vínculos con Europa –“Es más importante que nunca”, subrayó– y recordó, por si hiciera falta, que “Canadá es el país no europeo más europeo”. Y Carney, que además del de Canadá fue gobernador del Banco de Inglaterra (2013-2020), todavía más.
Dada la aproximación de Canadá a Europa, hay quien sugiere su integración en la UE
¿Podría Canadá acabar siendo miembro de la Unión Europea? Atributos no le faltarían: desde sus raíces europeas y los vínculos históricos con Europa, expresados en el hecho de tener como soberano al rey Carlos III de Inglaterra, hasta compartir una pequeña frontera terrestre con Dinamarca (en la pequeña y deshabitada isla de Hans, situada en el canal Kennedy, entre Canadá y Groenlandia). Algunos medios han especulado con tal posibilidad –el semanario británico The Economist así lo defendía en su número del 2 de enero, antes del seísmo del retorno efectivo de Trump a la Casa Blanca– y hay encuestas que le dan pábulo: según un sondeo de Abacus Data del 10 de marzo, el 46% de los canadiense apoyaría que Canadá se convirtiera en miembro de la UE, por 29% en contra y 25% de indecisos.
Más allá de estas guiños, no parece que una adhesión a la UE esté realmente en la agenda. Pero lo que sí denota es la determinación de Otawa de acercarse a Europa y estrechar la cooperación a todos los niveles. Así lo confirma el hecho de que Canadá sea uno de los países extracomunitarios que se ha sumado a la llamada “coalición de voluntarios” que, liderada por Francia y el Reino Unido, busca articular una acción común en defensa de Ucrania ante la mutabilidad de EE.UU.

Soldados norteamericanos en el aeropuerto polaco de Jasionka-Rzeszow, cerca de Ucrania
Para quienes no le ven claro, el viernes 11 de abril se produjo una conjunción astral clarificadora. Mientras en la sede de la OTAN, en Bruselas, se reunían los países occidentales comprometidos con Ucrania con la excepcional ausencia de Estados Unidos –el secretario de Defensa, Pete Hegseth, conectado por videoconferencia, solo estuvo como “observador”–, a 2.400 kilómetros de allí, en San Petersburgo, el presidente ruso, Vladímir Putin, recibía entre sonrisas y amabilidades a Steve Witkoff, el enviado especial de Trump para el conflicto de Ucrania.
¿Semejante coincidencia era un calculado mensaje dirigido por Washington a sus aliados? ¿Un gesto hacia Moscú? En todo caso, su significado no pudo ser más diáfano. Por si hicieran falta más señales, esa misma semana se supo que el ejército norteamericano había decidido retirar las fuerzas de reacción rápida de la 82ª División Aerotransportada del aeropuerto polaco de Jasionka, en Rzeszow, a 70 kilómetros de la frontera con Ucrania, pieza clave en el dispositivo de envío de ayuda militar a Kyiv. Su presencia era una cláusula de seguridad frente a Moscú.
Ya pudo Marco Rubio, el secretario de Estado, tratar de tranquilizar al resto de miembros de la OTAN, una semana antes, reiterando el compromiso de EE.UU. con la Alianza, que sus palabras han tardado poco en perder su lustre. Los mensajes del impetuoso y errático inquilino de la Casa Blanca –y del equipo de hooligans que le secunda– van más bien en sentido contrario. El propio Hegseth lo dejó claro a los aliados en febrero: “Las duras realidades estratégicas impiden que EE.UU. se centre principalmente en la seguridad de Europa”. Y ya hay quien en Washington empieza a plantear una retirada parcial de las tropas desplegadas en el continente (de hasta 20.000 soldados)
Algunos analistas, como Ian Bremmer, del Eurasia Group, consideran que Trump ha precipitado “el fin de la relación transatlántica tal como la conocemos”. Y otros, como Ivo H. Daalder, director ejecutivo del Consejo de Asuntos Globales de Chicago y ex embajador de EE.UU. ante la OTAN (2009-2013), vaticinaba en Foreign Affairs una Alianza Atlántica sin Washington: “Dados los cambios fundamentales en la política exterior estadounidense bajo el gobierno de Trump, el siguiente paso más urgente para el resto de la OTAN es imaginar un futuro sin EE.UU. y posicionar a la alianza para que triunfe a pesar de todo”, escribía.
De alguna manera, los europeos han empezado ya a reaccionar. Y no solo aumentando los gastos de defensa. El inminente canciller de Alemania, Friedrich Merz, se ha fijado como prioridad que “Europa logre la independencia de EE.UU.” y ha propuesto crear una “comunidad europea de la defensa” integrada por la Unión Europea, el Reino Unido y Noruega (país este, por cierto, donde –aunque minoritario– está creciendo el apoyo al ingreso en la UE, que en dos años ha pasado del 27% al 37%)
De hecho, es algo que en la práctica ya está empezando a funcionar: en la coalición pro Ucrania ya participan el Reino Unido y Noruega, además de Turquía (el aliado de la OTAN, otrora candidato a la adhesión, que cuenta con el mayor ejército después del de EE.UU.) Y estos tres países han sido incorporados por la Comisión Europea al nuevo programa de defensa europeo –Security Action for Europe (SAFE)– dotado con una línea de crédito de 150.000 millones de euros. Junto con Canadá, una recompuesta alianza trasatlántica se está fraguando.