Releo estos días tan aciagos, con la muerte del Papa, la guerra de aranceles, más las otras más cruentas de Ucrania y Gaza, El asno de oro de Apuleyo. Me interesa mucho el libro porque me encantan las historias que tratan de metamorfosis, algo que en la antigüedad pagana era corriente. Muchos fueron los dioses que se metamorfosean en otros seres, animados o inanimados. Basta asomarse a Las metamorfosis de Ovidio para comprobarlo.
En el mito de Dafne y Apolo, la frágil ninfa, para no ser apresada y seguramente violada por Apolo, es convertida por su padre en laurel. Una de las más fascinantes plasmaciones de esa transformación es la maravillosa escultura de Bernini en el museo romano de Villa Borghese.

En otras metamorfosis, como la de Vulcano, transformado en jabalí con el fin de matar a Adonis, que está liado con su esposa Venus, aunque aquí el cambio es ocasional, cumplida su misión el dios vuelve a su ser. Venus, desolada, no tiene otro remedio que enterrar a su amante de inmediato. En el lugar adonde van a parar los despojos, nacen anémonas, flores tan efímeras, por otro lado, como la vida del bello Adonis, en las que se ha trasformado.
No les quiero aburrir con más referencias, que en los cultos griegos y romanos son infinitas. En cambio, en la religión cristiana apenas el Evangelio pone un solo ejemplo y aún este puede interpretarse no en el estricto sentido al que las metamorfosis de la mitología nos tienen acostumbrados, sino en el que le dan los exorcismos, puesto que Cristo expulsa la legión de demonios de un hombre poseído, que salen de su cuerpo y van a parar a una piara de cerdos. La religión cristiana, seamos creyentes o no, ha impregnado, desde que el emperador Constantino se convirtió al cristianismo en el siglo IV, la historia de Occidente y por eso las metamorfosis a que tan acostumbrados estaban griegos y romanos se volvieron residuales, aunque, por otro lado, dieron pie a muchísimas obras de arte de tema mitológico que en los siglos XVI y XVII saturaron buena parte del arte europeo.
El cristianismo, no obstante, recogió y asimiló muchos aspectos del paganismo. En la caracterización de la Virgen hay rasgos de diosas de la antigüedad tanto grecorromana como egipcia. También algunos de los milagros se obran por transformación, como ocurre en el de las bodas de Caná, en el que Cristo transforma el agua en vino. Además, el hecho de que el pan y el vino consagrados se conviertan en el cuerpo de Cristo y sean comulgados, eso es, recibidos a través de la boca de los creyentes, para así unirse a Cristo, puede considerarse en cierto modo, otra metamorfosis.
Los milagros y hechicerías parecen suplir, al menos en la ficción, lo que la realidad parece negar
Ustedes se preguntarán adónde quiero ir a parar con todas esas disquisiciones, pues muy sencillo: la racionalidad nos ha hecho olvidar aspectos que forman parte de nuestro inconsciente colectivo, que muchas tradiciones todavía contemplan. Si pensamos en los cuentos populares, las transformaciones están en el orden del día, no en vano van repletos de hadas, cuyas varitas mágicas tienen el poder de realizarlas en un plis plas. Basta recordar la calabaza-carroza, los ratones-corceles, además de los harapos convertidos en los lujosos vestidos de Cenicienta. Las hadas no existen, claro está, pero son necesarias. Basta observar qué tipo de literatura consumen en el mundo millones de jovencitas. Se trata de historias en las que los poderes mágicos –eso explica el éxito de Harry Potter – son muy a menudo ingredientes de la trama.
Las hadas siguen ahí en la tradición ancestral, igual que las brujas, y quién sabe hasta qué punto sus milagros y hechicerías no suplen, por lo menos en la ficción, lo que la realidad parece negar.
Vuelvo a Apuleyo y a su asno, que, en otro tiempo, fue hombre y recupera su antiguo ser cuando su amo le da a comer una corona de rosas. Sí, sí, rosas. Las de Apuleyo no funcionan como símbolo del amor e incluso de lo efímero, como ahora solemos suponer, sino de la sabiduría y así aparecen en diversos pasajes bíblicos.
Tras la lectura de El asno de oro de Apuleyo, no dejo de pensar en la posibilidad de que algunos mandatarios internacionales –pongan ustedes los nombres a tales zares y emperadores– no sean, quién sabe, asnos transformados en humanos a los que cabría devolver a su ser primigenio. ¿Organizamos una colecta mundial para enviarles coronas de rosas comestibles? Yo les aseguro que pago.